Pinos, Zacatecas: historia minera, paisajes dorados y tradición viva

Al suroeste del estado de Zacatecas, oculto entre lomeríos rojizos y cielos amplios, se encuentra Pinos, un Pueblo Mágico que parece suspendido en el tiempo. Caminar por sus calles empedradas es como hojear un álbum de memorias en sepia: ahí están las antiguas haciendas mineras, los jardines de rejas oxidadas, las cantinas centenarias y los vestigios de una vida que aún late entre ruinas, pan recién horneado y faroles encendidos en diciembre.

Una postal minera detenida en el tiempo

Pinos debe su esencia a la minería. Aunque sus vetas ya no brillan como antes, las haciendas de beneficio que permanecen —como La Purísima, San Ramón o Cinco Estrellas— conservan una dignidad callada. Son cicatrices hermosas del pasado, estructuras colosales que hoy son testigos mudos del auge minero que marcó la vida del pueblo entre los años treinta y cuarenta del siglo XX.

A unos pasos del casco de la Hacienda Grande, todavía se puede visitar el pequeño acueducto conocido como Los Arquitos. Entre pirules y nopales se asoman muros de otra época: la Hacienda del Santo Niño, la vieja noria, las pilas que alguna vez trajeron agua a los hornos de fundición.

Jardines que invitan a la calma

Tres jardines —San Francisco, Juárez y el de las Flores— ofrecen sombra, quietud y poesía. En el Jardín de las Flores, un pórtico de barro cocido da la bienvenida a un rincón lleno de rosas y fuentes. El Jardín Juárez, sereno y fresco, guarda un busto en honor a Benito Juárez, mientras que en el Jardín San Francisco, el rumor de los árboles acompaña las caminatas vespertinas.

Desde cualquiera de estos espacios es posible mirar hacia el campanario de la Parroquia de San Matías, cuya sobriedad franciscana contrasta con el fulgor barroco de sus retablos interiores. Ahí, bajo la mirada serena de Nuestro Padre Jesús, el pueblo reza, canta y recuerda.

Sabores con alma

La cocina de Pinos es generosa, profunda y llena de carácter. La olla podrida —una birria agridulce con acentos de especias— y el asado de puerco con chile cascabel son platos obligados. Las gorditas de horno, el atole de pinole, los caldos con xoconostle y, por supuesto, el queso de tuna, completan un menú que habla de historia, adaptación y creatividad.

Para el postre, hay una delicia única: el queso de tuna, elaborado con el jugo de la tuna cardona. Este jugo, cocido hasta volverse melcocha, se bate sobre una piedra durante hora y media hasta cristalizar. Lo ideal es probarlo con queso de cabra y atole blanco. Es, literalmente, el sabor de Pinos.

Una escapada con identidad

Caminar por Pinos es una experiencia multisensorial: el sonido metálico de las puertas persianas de la cantina Puerto Arturo, el olor a pan de horno, los ecos de la misa del convento, los niños corriendo en la plaza y la luz tenue de las velas durante las fiestas decembrinas. En cada esquina, una historia; en cada banco, una invitación a detenerse.

Viajar ligero es clave para disfrutar de esta experiencia al máximo. Una bandolera juvenil es perfecta para llevar solo lo esencial, manteniendo las manos libres para explorar mercados, subir a los miradores o sostener un vaso de mezcal artesanal mientras cae la tarde.

¿Por qué deberías visitar Pinos?

Porque es un pueblo que conserva su alma. No vive del turismo masivo ni de la reinvención, sino de su capacidad para abrazar lo que fue y celebrarlo con sencillez. Es un destino para viajeros auténticos, para quienes buscan belleza sin maquillaje, historia sin artificios y paisajes que se sienten como hogar.

La próxima vez que planees una escapada, piensa en Pinos. Aquí no hay prisas, pero sí memorias por crear.

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